No es posible expresar aquí el gozo que tenemos los Amigos de Newman en el mundo entero. A la vez, este acontecimiento ocurrido el pasado 13 de octubre en la plaza de San Pedro de Roma ilumina la vida de toda la Iglesia Católica. La figura de San John Henry Newman trasciende las fronteras del mundo inglés y angloparlante, con una presencia que ya se había hecho universal en la segunda parte del siglo XX y que con la beatificación en 2010 y la reciente canonización ha crecido de modo asombroso en el mundo entero, incluida la Argentina.
Ha sido incluido en el libro de los Santos, y tiene por tanto un culto universal que lo venera y que lo reconoce como intercesor desde el cielo. Ahora, más que nunca, es segura la certeza acerca de su vida santa, como sacerdote y pastor de almas, educador y escritor, que lo constituye ejemplo y guía para todos. Ahora, más que nunca, es segura la certeza de rezarle en nuestras necesidades. Ahora, más que nunca, crecerá el número de los que quieran saber de su vida y leer sus escritos. San John Henry Newman, que pedía en su célebre poesía que la “Luz bondadosa” de Dios le guiara en adelante, podrá guiarnos a nosotros, más que nunca, con su luz, reflejo de la divina. Se ha cumplido eso que él mismo pedía también en otra célebre oración: “Quédate conmigo, y comenzaré a brillar como brillas Tú, para brillar y ser luz para otros”.
Los santos han sido siempre la luz del mundo, y en especial de la Iglesia. ¡Cuánta necesidad tenemos de Newman en estos tiempos de oscuridad! Es en primer lugar quien nos indica con fuerza la primacía que debe tener la Verdad, en nuestras mentes y en nuestros corazones. El itinerario que él mismo nos describe en su Apologia por vita sua lo llevó a la Verdad plena y católica, no sin sufrimientos. En este tiempo nuestro, en medio de una crisis de fe sin precedentes, alentada por el relativismo que Newman mismo señaló en sus días, nos anima a mantenernos en la Fe de la Iglesia, como respuesta a la única Revelación divina y salvífica manifestada en Jesucristo.
Gran estudioso del acto de fe, nos enseña su sacramentalidad, esto es, la captación de la realidad visible e invisible, en un mundo de creciente inmanentismo sin trascendencia alguna. También nos enseña que esa fe tiene un contenido que Dios ha revelado y que la Iglesia trasmite, esto es, una doctrina irreformable que se expresa dogmáticamente, y que la misma Iglesia desarrolla, sin rupturas, de modo coherente, a través de la historia, en un mundo de puro cambio y disolución. Estos tres grandes principios newmanianos, el sacramental, el dogmático y el del desarrollo, señalaban aquella Verdad plena que Newman encontró, y pueden guiar nuestro pensamiento y vida creyente hoy. Para él, son fundamentos que ayudan a comprender el plan que la Providencia de Dios ha querido para nosotros, tanto al crearnos como al salvarnos. Newman nos orienta asimismo sobre el papel que tiene la conciencia en ese camino de fe, ya que es la voz de Dios, en un mundo subjetivista que la considera sólo como expresión del propio yo, único legislador y juez del bien y del mal, de la verdad y del error.
Así ilumina el nuevo Santo nuestra difícil época. Estuvo bien puesto el título del simposio que tuvo lugar en la Universidad dominica del Angelicum el día antes de la canonización: “Newman profeta”. Sólo quien está fundamentado en la Verdad de Dios puede vislumbrar el futuro, y ser guía confiable cuando ese futuro llega. Esta impresión parece haber imperado desde en filósofos y teólogos desde las primeras décadas del siglo XX, hace cien años. Bastaría con recorrer la interminable bibliografía de libros, tesis, artículos, biografías, antologías, y otras publicaciones, en lenguas originales y en múltiples traducciones, para constatar la atención que ha merecido la vida y el pensamiento de Newman. Los teólogos más eminentes, multitud de estudiosos de las más prestigiosas universidades del mundo, y, sobre todo, la inclusión de citas de Newman en el Magisterio de la Iglesia, completan este cuadro casi inigualable de un autor contemporáneo, incluso cuando todavía no estaba siquiera beatificado.
En los días anteriores y posteriores a la canonización, y por supuesto ese día en especial, salía de muchas bocas, cardenalicias, episcopales, sacerdotales, religiosas y laicales, y de modo espontáneo, el deseo de que este gran santo sea nombrado lo más pronto posible Doctor de la Iglesia. Al respecto, cabe citar el final de una célebre conferencia que dio en 1990 Joseph Ratzinger, entonces Prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe, y futuro papa Benedicto XVI: “En la idea de ‘desarrollo’ Newman había escrito su propia experiencia de una conversión nunca acabada e interpretada para nosotros, no sólo como el camino de la doctrina cristiana sino el de la vida cristiana. La característica de un gran doctor de la Iglesia, me parece, es que enseña no solamente a través de su pensamiento y palabra, sino también con su vida, porque dentro suyo pensamiento y vida se interpenetran y definen entre sí. Si esto es así, entonces Newman pertenece a los grandes maestros de la Iglesia, porque él a la vez toca nuestros corazones e ilumina nuestro pensamiento”. Nos hacemos eco de este gran deseo, que va unido a la alegría de poder invocarlo ya como San John Henry Newman.
Este número de Newmaniana pretende humildemente ser un testimonio de toda esta historia que comenzó con su larga vida, y siguió después de su muerte hasta hoy. La Iglesia, que ya lo había recomendado con el título de Cardenal en vida, en 1879, lo reconoce hoy como Santo, 140 años después. Su lema “Cor ad cor loquitur” cobra también su máximo significado, porque señala la santidad como la mayor unión posible del corazón humano con el Corazón divino, a la vez que indica también con mayor profundidad que la santidad es lo que une verdaderamente a los corazones humanos entre sí, eso que Newman gustaba meditar al considerar la Comunión de los Santos. Todo lo que él decía de su veneración y unión mística con los Santos del pasado, y cómo es la parte más numerosa aunque invisible de la Iglesia, lo decimos nosotros ahora incluyéndolo a él. En efecto, ahora está más cerca que nunca, más “Cor ad cor” que nunca. Así predicaba y nos predica hoy:
¡Qué mundo de simpatía y consuelo se abre a nosotros en la Comunión de los Santos! (PPS III,17). La Iglesia de Dios es el verdadero Hogar que Dios nos provee, su propia corte celeste, donde mora con los Ángeles y los Santos, en el cual nos introduce por un nuevo nacimiento…Es la Ciudad eterna en la que Él ha fijado su residencia… ¿Qué compañía puede ser más gloriosa, más satisfactoria que la que pueden dar los habitantes de la Ciudad de Dios?… ¿Estás sólo?…cae de rodillas y tus pensamientos se aliviarán por la idea y la realidad de sus invisibles compañeros. (PPS IV, 12)
Entre esos invisibles compañeros, los Santos de todos los tiempos, se encuentra nuestro amigo John Henry Newman. Vivimos en el mismo Hogar.
Hay que señalar, como dato interesante, y que ha pasado notablemente desapercibido, que anteriores a Newman son sólo seis los Cardenales que la Iglesia ha canonizado a lo largo de su historia (aunque hay seis beatos y algún siervo de Dios en proceso). Son: San Pedro Damián (1007-1072), San Ramón Nonato (1200-1240), San Buenaventura (1221-1274), San Carlos Borromeo (1538-1584), San Juan Fischer (1469-1535), y San Roberto Belarmino (1542-1621), este último muerto hace casi 400 años. San John Henry Newman es el séptimo. Hay que concluir entonces que los cardenales actuales tienen sus propios patronos. Que ellos, incluido Newman, los guíen en estos tiempos confusos que vive la Iglesia.
Por otra parte, ¿cómo hay que nombrarlo a Newman desde ahora?: ¿San John Henry, San John Henry Newman, o San John Henry Cardenal Newman? Como sea que lo hagamos, le pedimos de corazón:
“ruega por nosotros”
Mons. Fernando María Cavaller
Editorial. Newmaniana N°55 – Diciembre 2010