DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Waldegrave Drawing Room
University College of St. Mary, Twickenham (London Borough of Richmond)
Viernes 17 de septiembre de 2010
Distinguidos invitados, queridos amigos
Me alegra mucho tener la oportunidad de encontrarme con vosotros, representantes de las diversas comunidades religiosas presentes en Gran Bretaña. Quisiera saludar tanto a los ministros religiosos como a las personas que trabajan en la política, los negocios o la industria. Agradezco al Dr. Azzam y al Rabino Jefe Lord Sacks los saludos que me han dirigido en vuestro nombre. En este saludo, permitidme igualmente desear a la comunidad judía en Gran Bretaña y en todo el mundo una feliz y santa celebración del Yom Kippur.
Me gustaría comenzar señalando el aprecio que la Iglesia Católica tiene por el importante testimonio de todos vosotros, hombres y mujeres de espíritu, en un momento donde las convicciones religiosas no siempre son bien entendidas o apreciadas. La presencia de creyentes comprometidos en diversos ámbitos de la vida social y económica habla por sí misma de que la dimensión espiritual de nuestras vidas es fundamental en nuestra identidad como seres humanos o, en otras palabras, que el hombre no sólo vive de pan (cf. Dt 8, 3). Como seguidores de tradiciones religiosas diferentes que trabajamos juntos por el bien de toda la comunidad, ponemos de relieve la gran importancia de nuestra cooperación en común, que complementa el aspecto personal de nuestro continuo diálogo.
En el plano espiritual, todos nosotros, por caminos diferentes, estamos personalmente comprometidos en un recorrido que da una respuesta al interrogante más importante: el relativo al sentido último de nuestra existencia humana. El anhelo por lo sagrado es la búsqueda de la cosa necesaria y la única que puede satisfacer las aspiraciones del corazón humano. En el siglo quinto, San Agustín describió esta búsqueda con las siguientes palabras: “Nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones, libro I, 1). Cuando nos embarcamos en esta aventura, nos damos cuenta cada vez más de que la iniciativa no depende de nosotros, sino del Señor: no se trata tanto de que le buscamos a Él, sino que es Él quien nos busca a nosotros; más aún es quien ha puesto en nuestros corazones ese anhelo de Él.
Vuestra presencia y testimonio en el mundo recuerdan la importancia fundamental que tiene para la vida de cada hombre esta búsqueda espiritual en la que estamos comprometidos. Desde su propio ámbito, las ciencias humanas y naturales nos proporcionan unos conocimientos asombrosos sobre algunos aspectos de nuestra existencia y enriquecen nuestra comprensión sobre el funcionamiento del universo físico, y de esta manera se pueden aprovechar para el mayor beneficio de la familia humana. Aun así, estas disciplinas no dan, ni pueden, una respuesta a la pregunta fundamental, porque su campo de acción es otro. No pueden satisfacer los deseos más profundos del corazón del hombre; no pueden explicar plenamente nuestro origen y nuestro destino, por qué y para qué existimos; ni siquiera pueden darnos una respuesta exhaustiva a la pregunta: “¿Por qué existe algo en vez de nada?”.
La búsqueda de lo sagrado no devalúa otros campos de investigación humana. Al contrario, los sitúa en un contexto que acrecienta su importancia como medios del ejercicio responsable de nuestro dominio sobre la creación. En la Biblia, leemos que, concluido el trabajo de la creación, Dios bendijo a nuestros primeros padres y les dijo: “Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla” (Gn 1, 28). Nos confió la tarea de explorar y aprovechar los misterios de la naturaleza al servicio de un bien superior. ¿Cuál es este bien superior? En la fe cristiana se expresa como amor a Dios y amor al prójimo. De este modo, nos comprometemos con el mundo con entusiasmo y de corazón, pero siempre con la vista puesta en servir a ese bien superior, a fin de no desdibujar la belleza de la creación explotándola por motivos egoístas.
Es así como, la genuina creencia religiosa nos sitúa más allá de la utilidad presente, hacia la trascendencia. Nos recuerda la posibilidad y el imperativo de la conversión moral, el deber de vivir en paz con nuestro prójimo y la importancia de llevar una vida íntegra. Entendida de forma adecuada, nos ilumina, purifica nuestros corazones e inspira acciones nobles y generosas, en beneficio de toda la familia humana. Nos mueve a la práctica de la virtud y nos lleva al amor de los unos para con los otros, con el mayor respeto a las tradiciones religiosas distintas de las nuestras.
Desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia Católica ha dado especial relieve a la importancia del diálogo y la colaboración con los miembros de otras religiones. Y para que sea fecundo, es necesario que haya reciprocidad en cuantos dialogan y en los seguidores de otras religiones. En concreto, pienso en la situación de algunas partes del mundo donde la colaboración y el diálogo interreligioso necesita del respeto recíproco, la libertad para poder practicar la propia religión y participar en actos públicos de culto, así como la libertad de seguir la propia conciencia sin sufrir ostracismo o persecución, incluso después de la conversión de una religión a otra. Establecido dicho respeto y apertura, la gente de todas las religiones trabajarán juntos de manera efectiva por la paz y el entendimiento mutuo, y serán así un testimonio convincente ante el mundo.
Este tipo de diálogo necesita llevarse a cabo en distintos niveles y no se debería limitar a discusiones formales. El diálogo de vida implica sencillamente vivir uno junto al otro y aprender el uno del otro de tal forma que se crezca en el conocimiento y el respeto recíproco. El diálogo de acción nos reúne en formas concretas de colaboración, y aplicamos nuestra dimensión religiosa a la tarea de la promoción del desarrollo humano integral, trabajando por la paz, la justicia y la utilización de la creación. Este tipo de diálogo puede incluir la búsqueda conjunta de maneras de defender la vida humana en todas sus etapas y también la manera de asegurar que no se excluya de la vida social la dimensión religiosa de individuos y comunidades. Después, en el ámbito de las conversaciones formales, existe no sólo la necesidad de coloquios teológicos, sino también la de compartir nuestra riqueza espiritual, hablando sobre nuestra experiencia de oración y contemplación y expresando la alegría mutua del encuentro con el amor divino. En este contexto, me alegra ver tantas iniciativas positivas emprendidas en este país para promover este diálogo en distintos niveles. Como los Obispos católicos de Inglaterra y Gales han subrayado en su reciente documento: “Encontrar a Dios en el amigo y en el desconocido”, el esfuerzo por reunir de manera amistosa a los miembros de otras religiones se está convirtiendo en parte natural de la misión de la Iglesia local (cf. n. 228), un aspecto característico del panorama religioso de esta nación.
Queridos amigos, al concluir mi reflexión, deseo aseguraros que la Iglesia católica sigue por este camino de compromiso y diálogo en el genuino respeto hacia vosotros y vuestras creencias. Los católicos, en Inglaterra y en todo el mundo, seguirán trabajando para construir puentes de amistad con otras religiones, para sanar los errores del pasado y promover la confianza entre individuos y comunidades. Deseo reiteraros mi gratitud por vuestra acogida y por haber tenido la oportunidad de animaros a continuar con el diálogo con vuestros hermanos y hermanas cristianos. Invoco sobre todos la abundancia de las bendiciones divinas. Muchísimas gracias.