Los años comenzaron a fluir plácidamente, pero Newman envejecía. En 1882 escribe: Hablo con dificultad; apenas puedo andar y nunca lo hago sin peligro de tropezarme. Me cuesta un gran esfuerzo subir y bajar escaleras. Leo con incomodidad. Sólo consigo escribir con mucha lentitud; estoy prácticamente sordo. En su escritorio había ahora una pequeña capilla, tal como se ve hoy, con un cuadro de San Francisco de Sales, donde celebraba su Misa privada diaria.
Le alegró sobremanera la Encíclica Aeterni Patris de León XIII, sobre la enseñanza de Santo Tomás de Aquino en la teología católica. Le envió al Papa una carta en la que decía: Dirijo estas líneas a vuestra Santidad para expresar el agradecimiento que todos sentimos por la oportuna Encíclica que habéis publicado. Todos los buenos católicos deben considerar como una primera necesidad que el ejercicio del intelecto, sin el que la Iglesia no puede cumplir adecuadamente su misión, se fundamente en principios que sea a la vez amplios y verdaderos, que las creaciones especulativas de sus teólogos, apologístas y pastores estén arraigadas en la tradición del pensamiento católico y no tengan que comenzar de una tradición simplemente nueva, sino que formen unidad con las enseñanzas de San Atanasio, San Agustín, San Anselmo y Santo Tomás, al igual que estos grandes doctores se identifican unos con otros en lo sustancial.
También se alegró cuando en 1886 el Papa beatificó a otro Tomás, el inglés, aquel gran humanista, padre de familia y abogado, canciller de Inglaterra y mártir de la fe, que fue Tomás Moro.
En 1888 la pintora Emmeline Deanne y el pintor John Millais hicieron sendos retratos de Newman con sus vestimentas cardenalicias, que están expuestos en la National Gallery de Londres y en el castillo de los Norfolk en Arundel. Es interesante mirar las fotos que le fueron tomadas desde sus sesenta años en adelante: en las primeras aparece con expresión muy triste propia quizá de aquel período difícil, luego con la serenidad que caracterizó sus últimos años. Las hay en compañía de los oratorianos de entonces, y una en Roma, recién creado Cardenal. Dos fueron tomadas poco antes de morir, en una de frente vestido con todas las galas cardenalicias, púrpuras con ribetes de armiño blanco, y otra sentado en su escritorio escribiendo, muy inclinado, pues ya veía muy poco.
A pesar de esta dificultad, siguió escribiendo cartas, terminó su traducción de las obras de San Atanasio para adjuntarlas a la edición uniforme, y dio a luz un artículo, publicado en el número de febrero de 1884 de la revista “The Nineteenth Century” sobre La inspiración en su relación con la revelación.
En la Navidad de 1889 celebró la Misa por última vez. Sin embargo albergaba esperanzas de poder celebrar nuevamente, para lo cual aprendió de memoria las Misas de la Santísima Virgen y de los Difuntos. Todos los días repetía una u otra.
El 10 de agosto de 1890 recibió con toda lucidez los últimos sacramentos y entregó su alma al Señor al día siguiente. Se había mudado al hogar definitivo, en el mundo invisible, que existe tan realmente como el mundo que vemos. Sí, debemos volver a aquel sermón de 1837, El mundo invisible, quizás el más bello de todos, y citar el final: ¿Quién podría pensar sin la experiencia de primaveras anteriores, ¿quién podría concebir dos o tres meses antes, que la naturaleza, aparentemente muerta, pudiera llegar a ser tan espléndida y tan variada? … Así es que en el buen tiempo de Dios, las hojas vienen a los árboles. La estación puede demorarse, pero llegará finalmente. Lo mismo ocurre con esta primavera eterna que esperan todos los cristianos. Llegará aunque haya que aguardar…¿Quién puede imaginar, por un esfuerzo de la fantasía, los sentimientos de aquellos que, habiendo muerto en la fe, despierten al gozo ?…visitados por la inefable y visible Presencia del Dios Altísimo, con Su Unigénito Hijo Nuestro Señor Jesucristo y Su Igual u Coeterno Espíritu, esa gran visión en la cual será la plenitud de gozo y placer para siempre, ¡qué profundidades se conmoverán dentro nuestro !, ¡qué secretas armonías despertadas, de las cuales la naturaleza humana parecía incapaz ! Las palabras de la tierra son ciertamente incapaces de servir a tan altas anticipaciones. Permitidnos cerrar nuestros ojos y hacer silencio.
John Henry Newman fue sepultado en Rednal, a las afueras de Birmingham, en el cementerio de los oratorianos, en la misma sepultura de su amigo Ambrose St.John, bajo una simple cruz de piedra. El epitafio lo redactó él mismo: Ex umbris et imaginibus in Veritatem, desde las sombras y las imágenes hacia la Verdad. Todo un símbolo de su pensamiento basado en el principio sacramental.
Hubo un funeral solemne en Londres, en el Oratorio de Brompton, con gente venida de toda Inglaterra, Escocia, y aún Irlanda. La homilía estuvo a cargo del Cardenal Manning, que entre muchas cosas dijo: Cuando yo tenía veinte años y él se aproximaba a los veintiocho, recuerdo su figura, su voz, y las palabras penetrantes que salían de sus labios en la iglesia universitaria de Oxford. Después de verle y oírle una vez, no dejé nunca de asistir a aquella predicación…Si hiciera falta alguna prueba de la inmensa obra que ha realizado en Inglaterra, sería suficiente observar lo ocurrido durante estos días…No era fácil predecir que la voz pública de Inglaterra, en toda su diversidad política y religiosa, se uniera en el afecto y la veneración hacia un hombre que había roto barreras sagradas y desafiado prejuicios religiosos de modo contundente. Había cometido un pecado que hasta el momento era imperdonable en la nación: hacerse católico, como lo fueron nuestros padres. Y sin embargo ningún inglés en nuestra memoria ha sido objeto de una veneración tan amante y sincera. Alguien ha dicho: ‘lo canonice o no Roma, será canonizado en la mente de gente religiosa de todos los credos en Inglaterra’. Es verdad …Sus escritos están en vuestras manos. Pero más allá del poder de los libros, hemos experimentado el ejemplo y la influencia de su vida…Una vida bella y noble es la predicación más convincente y persuasiva, y todos hemos sentido su poder…La historia de nuestro país recordará desde ahora el nombre de John Henry Newman entre los más grandes de nuestro pueblo, como confesor de la fe, maestro de hombres, y predicador de la justicia, la piedad y la compasión.
Parafraseando a Manning, podemos decir mejor, que Newman es recordado entre los más grandes hombres de la Iglesia universal.
He aquí una conocida oración extraída de sus sermones:
Señor, haz de mí lo que Tú quieras. No pretendo regatear, no impongo condición ni intento ver adónde me llevas. Seré nada más lo que Tú quieras. Y no digo que te seguiré por todas partes, porque soy débil. Pero me entrego a Ti, para que me lleves adonde quieras.